lunes, 19 de agosto de 2013

Para la reflexión



DESCALZARME PARA ENTRAR EN EL OTRO
Aien Luraj



Una mañana, en el retiro de Nazaret observando un anuncio, me encontré con una expresión que resonó de una manera muy especial dentro de mí: “Descalzarse para entrar en el otro”.Le pregunté al Señor que significaba esto. Se me ocurrían palabras como respeto, delicadeza, cuidado, prudencia.

Recordé las palabras de Éxodo 3,5: “No te acerques más, quítate las sandalias porque lo que pisas es un lugar sagrado”. Fueron las palabras de Yahvé a Moisés ante la zarza que ardía sin consumirse y pensé: “Si Dios habla al interior de mi hermano, su corazón es un lugar sagrado”.

Cuando después me ponía a orar, Jesús me presentaba uno a uno a mis amigos y conocidos, …. una serie de rostros. Y caí en la cuenta de cómo habitualmente entro en el interior de cada uno sin descalzarme; simplemente, entro; sin fijarme en el modo, entro.

Experimenté una fuerte necesidad de pedir perdón al Señor y a mis hermanos. Sentí que el Señor me invitaba a descalzarme y luego a caminar. Inmediatamente sentí una resistencia: “no quería ensuciarme”. Me resultaba más seguro acceder calzado, por la comodidad y el temor a herirme.

Vencido este primer momento, comencé a caminar y el Señor, a cada paso iba mostrándome algo nuevo. Advertí cómo, descalzo, podía descubrir las alternativas del terreno que pisaba; distinguir lo húmedo y seco del pasto de la tierra. Necesitaba mirar a cada paso lo que pisaba, estar atento al lugar donde iba a poner el pie.

Me di cuenta de cuantas cosas del interior de mis hermanos se me pasan por alto, las desconozco, no las tengo en cuenta por entrar calzado, con la mirada puesta en mí o disperso en múltiples cosas.

Pude ver también como descalzo, caminaba más lentamente, no usaba mi ritmo habitual, sino tratando de pisar suavemente. Donde mi zapatillas habían dejado marcas, mi pié no las dejaba. Pensé en cuantas marcas habré dejado en el corazón de mis hermanos a lo largo del camino y experimenté un gran deseo de entrar en los otros sin dejar un cartel que diga: “Aquí estuve yo”.

Por último, fui atravesando distintos terrenos; primero de hierba, luego un camino de tierra,  hasta llegar a una subida con piedras. Tenía ya ganas de detenerme y volver a calzarme, pero el Señor me invitó a caminar descalzo un poquito más.

Advertí que no todos los terrenos son iguales y no todos mis hermanos son iguales. Por tanto, no puedo entrar en todos de la misma manera. Las cuestas me exigían aún más lentitud y cuanto más suavemente pisaba, menos me dolían los pies. Por eso me decía: “Cuanto más difícil sea el terreno del interior de mi hermano, más suavidad y más cuidado debo tener para entrar”.

Después de este recorrido con el Señor, pude ver claramente que descalzarme es entrar sin prejuicios, atento a la necesidad de mi hermano. Sin esperar una respuesta determinada; es entrar sin intereses y despojado de mi propio yo.

Porque creo, Señor, que estás vivo y presente en el corazón del otro, me compro-meto a detenerme, a descalzarme y a entrar en él, como en un lugar sagrado.

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